Vacaciones en Myanmar – El viaje de tu vida

Remontar las plácidas aguas del Ayeyarwady río arriba, desde Bagan hasta Mandalay, es la manera más romántica de descubrir Myanmar, el último diamante sin pulir del Sudeste Asiático.

Ya lo dijo Kipling “Esto es Birmania,un país bien distinto a todos los que conoces”. Y no podía tener más razón él ávido viajero y célebre escritor inglés porque, aunque fronterizo con China, Tailandia, Laos, India y Bangladesh y, por tanto, similar en algunos aspectosa sus vecinos, Birmania, como se le conocía antes de que la Junta Militar que tomó el poder en 1989 recuperase el nombre original de Myanmar previo a la ocupación británica, es algo único.

Como único e incomparable es el Road to Mandalay, el crucero de la compañía Belmond que surca las aguas densas y oscuras del río Ayeyarwady, que parte en dos el país. A falta de autopistas, funciona como una arteria fundamental para las comunicaciones y el comercio con más de 2.000 km de longitud, tal y como cuando George Orwell lo describió en su indispensable novela The Burmese Days, con barcos y ferries transitándolo de arriba abajo constantemente junto a las frágiles embarcaciones de los pescadores que habitan las aldeas de sus orillas.

A los afortunados pasajeros de esta maravilla que lleva 17 años aquí, aunque empezase navegando muy lejos, concretamente en el Rhin, les bastan apenas unos minutos a bordo para darse cuenta de que hasta el más mínimo detalle ha sido tenido en cuenta para garantizar que su estadía será una experiencia sublime.

Más todavía cuando el barco entero tuvo que ser renovado por necesidad tras resultar seriamente dañado por el ciclón Nargis en 2008, con lo que se aprovechó además para ampliar el tamaño de las cabinas y reducir el número máximo de pasajeros a un total de 82, una cifra ideal para que enseguida surjan oportunidades para charlar entre unos y otros, compartir impresiones y, llegado el caso, fraguar buenas amistades. En el Road to Mandalay todo el mundo está de buen humor y reina un ambiente de ilusión general.

Y no podría ser de otra forma al tener por delante un recorrido tan apasionante como relajado, porque de lo que se trata en realidad es de dejarse llevar de un lugar increíble a otro más espectacular todavía, entre cuatro y once noches, en función del itinerario elegido. Y, por el camino, de disfrutar de todas las comodidades imaginables de un crucero a todo lujo: una gloriosa piscina en la cubierta rodeada de confortables hamacas, un spa para recomponerse con masajes y tratamientos a base de productos naturales tras una intensa jornada visitando un templo tras otro, una biblioteca provista de los mejores libros sobre la cultura y la historia de Myanmar o un piano-bar envuelto en madera de teca y decorado con fotos antiguas en blanco y negro en el que recalar antes o después para abrir boca o rematar una cena digna del mejor de los restaurantes franceses con el cóctel perfecto mientras se asiste a un recital de música tradicional.

Se agradece, y mucho, que haya guías a bordo que acompañan siempre a los pasajeros en todas las excursiones, ya sea para asistir a la ofrenda que los aldeanos hacen a los monjes de un convento a primera hora de la mañana, o para recorrer los mercados locales y visitar los talleres de artesanos que esculpen budas en mármol o tejen delicadas piezas de seda en pequeñas localidades que salen al paso de vez en cuando. Y, por si faltaba algo, aún queda el más grande de los placeres, el de contemplar cómo al otro lado de la ventana del camarote discurren lánguidos paisajes y escenas cotidianas de la vida de un país del que resulta imposible no enamorarse.

El viaje comienza en realidad en Yangón, la palpitante capital habitada por algo más de cinco millones de almas, cuya historia se remonta a más de 2.500 años atrás, que es cuando fue fundada la Schwedagon Pagoda, el sobrecogedor templo coronado por una estupa dorada gigante que centellea cada tarde con los últimos rayos de sol como si quisiese hacer notar que se trata del lugar más sagrado en un país que rezuma espiritualidad por todos sus poros.

¿Cómo si no se puede concebir que exista esa misteriosa y árida explanada que es Bagan donde, a pesar de los efectos de diversos terremotos, todavía se conservan más de 2.500 templos diseminados aquí y allá? La que fuese la primera capital del imperio birmano y el punto de embarque para este crucero hasta el que se llega en un vuelo interno desde Yangón, sufrió una suerte de fiebre constructora durante dos siglos y medio una vez que el rey Anawrahta adoptó el budismo y lo convirtió en la religión oficial. Así fue como a lo largo del siglo XI brotaron tantísimas estupas y pagodas conformando un conjunto insólito que aun hoy es un centro neurálgico de espiritualidad para todos los países de la zona y, con mucho, uno de los enclaves más mágicos, no sólo del Sudeste Asiático sino de todo el planeta.

No todos los templos han llegado hasta nuestros días ni son tan antiguos; hay otros tantos de reciente construcción, pero no por eso deja de merecer la pena madrugar y acudir hasta allí con los primeros rayos de sol. Mejor todavía si se contrata un paseo en globo para admirarlos desde las alturas, copa de champagne en mano.

Después, lo propio es dedicar el día a recorrer el recinto en un carro tirado por un caballo, en bici o a pie, entrando y saliendo de unos templos a otros hasta que llega la hora de tomar posiciones para ver la puesta de sol trepando a lo más alto de las terrazas del templo de Thatbyinnyu Pahto, el más alto de todos con 63 metros, y el que brinda las vistas más despampanantes de un momento inolvidable con el templo de Ananda enfrente y el sol ocultándose a toda velocidad. No está de más recopilar las sensaciones vividas durante el día, como la de haber pisado los interiores de piedra descalzo sabiéndose solo en un lugar que dentro de no mucho tiempo estará mucho más concurrido.

Y es que, al haber permanecido prácticamente cerrado a cal y canto frente al resto del mundo durante más de 20 largos años, para entrar en Myanmar todavía hoy hay que estar preparado (si es que acaso alguien puede prepararse para algo así) antes de dar este alucinante salto en el tiempo.

Exceptuando el aeropuerto internacional de Yangón, puerta de entrada para casi todos los viajeros, las ciudades, las aldeas, los mercados, los templos, los paisajes, las playas y la forma de vivir de la inmensa mayoría de la población destilan una autenticidad tan pura que impresiona se mire por donde se mire. A fin de cuentas, ya no quedan tantos lugares en los que, a cada paso, uno se encuentre con un regalo diferente en forma de una postal de una belleza excepcional o de una experiencia de veras memorable, más todavía cuando se es partícipe de ese secreto a voces que corre por todas partes: que más pronto que tarde todo va a cambiar aquí.

Si hay que buscar un punto de inflexión, este tendría que fijarse en las últimas elecciones de abril de 2012, que supusieron un primer paso, titubeante eso sí, hacia una democracia que todavía no es tal. Contemplado con cierto escepticismo desde Occidente, el hecho de que el país esté actualmente inmerso en un incipiente proceso de apertura cuyas consecuencias ya empiezan a dejarse notar, tiene muchas lecturas.

Por una parte, el previsible desarrollo económico y su repercusión en la calidad de vida de sus ciudadanos, quienes hasta la fecha siguen padeciendo los mayores índices de pobreza del Sudeste Asiático sin perder por eso su eterna sonrisa. Pero, por otra parte, el peaje es muy alto si se mira desde la perspectiva del viajero que sueña con perderse por territorios inexplorados y sumergirse en culturas intactas.

El turismo está creciendo a pasos agigantados: en 2012 se han pulverizado todos los records de visitantes hasta el punto de que la demanda en temporada alta, es decir, entre octubre y febrero, sobrepasa la capacidad hotelera actual, con lo que los precios de los hoteles muchas veces no se corresponden con el estándar de calidad que deberían representar. Aun así, el año pasado Myanmar recibió a tan solo 400.000 turistas frente a los más de 20 millones que visitaron Tailandia. Aún estamos a tiempo de conservarlo.

Fuente: traveler.es

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